En cierta ocasión, un niño
huérfano que se ganaba la vida limpiando parabrisas en las calles, había
decidido visitar aquel colorido paseo que en las noches del mes de diciembre se
pintaba de luces. Adornados los árboles, ataviados con focos multicolores,
exponían con sincronía un espectáculo maravilloso. Los sonidos de las melodías animaban
en son de paz y anunciaban la pronta llegada de la navidad.
Cientos de personas asistían
acompañadas de sus familias y se detenían al pie de un pesebre iluminado, al
cual le ofrecían sus plegarias con toda fe y esperanza. Posaban otros y se
tomaban fotos, entre medio de risas y alegrías. Al frente, en los senderos de
una plaza, se asentaban vendedoras de pasteles que acompañaban con un maravilloso
brebaje de maíz. Los niños jugando y corriendo, con sus padres detrás de ellos,
los abuelos conversando en las bancas, y los enamorados paseando tomados de la
mano. Todos quienes asistían se encontraban felices, todos menos aquel niño de
la calle.
Con extrañeza se preguntaba por
qué otros niños de su edad tenían a sus padres de la mano. Se preguntaba por
qué otros niños de su edad podían lucir su abrigada ropa en medio de las frías
noches lluviosas de diciembre. Se preguntaba por qué otros niños no tenían que
pedir una moneda para poder comer un pan aquella noche. No comprendía el porqué
de su desventura y miraba entristecido cómo todos, menos él, lucían esos
rostros de felicidad.
Se acercó al pesebre y miró en
su interior a un niño de yeso que era protegido y celebrado y a quien la gente
le agradecía por todo lo que tenía. El niño de ropas raídas miraba consternado
y no entendía. Unió las palmas de sus pequeñas manos y con la cabeza agachada
agradeció con tenue voz por tener junto a él a Manchas, su fiel perro
callejero, con quien deambulaba por las calles y con quien dormía por las
noches para hallar un poco de calor. Su único amigo, su único compañero. Era
todo por lo que ese desprotegido podía agradecer.
Pudo recolectar al final de la
noche unas cuantas monedas con las cuales logró comprar un pastel. Lo partió a
la mitad y lo compartió con su mascota, quien agradecido le movió la cola. Y
mientras las familias se subían a sus vehículos para finalmente marcharse, el
niño descalzo y su mascota también se retiraban a pie hacia un rumbo
desconocido, hasta perderse en la oscuridad de las calles vacías. Volvería
todas las noches, pero nada cambiaría, seguiría siendo invisible ante los ojos
de los demás, como un fantasma que vaga, como un alma olvidada, como una
penumbra perdida.
Niño sin nombre, perdónanos por
lo que te hemos hecho, perdónanos por haberte abandonado, por haberte olvidado
en la angustia desolada de una sociedad sin corazón. Perdónanos por haberte
dado la espalda y por haberte convertido en la víctima de este sistema podrido,
desigual e injusto. Niño sin nombre, abre tus alas y vuela lejos, vete donde el
dolor no te pueda alcanzar y llévate a tu mascota. Vuela, vuela sin mirar atrás,
allá donde las estrellas bailan entre ellas, allá donde la luna se encuentra
con la luz del sol, en un eclipse mágico de felicidad. Tu nombre desconocido no
será nunca olvidado…