viernes, 19 de septiembre de 2014

RECUERDOS DE INFANCIA

Cuando tenía tan solo cuatro años, mis padres decidieron inscribirme al kínder. Lo prematuro de esa decisión se debió –según mi padre– a mis constantes quejas pueriles de lo aburrida que me resultaba la vida a los cuatro años de edad. Siendo hijo único y con una alta intolerancia al aburrimiento (cosa que hasta la actualidad no ha cambiado), finalmente, mis padres decidieron enviarme a la escuela.

Así que el día al fin había llegado. Mamá me vistió, alistó mi lonchera color verde y me llevó de la mano rumbo a mi primer día de escuela. Al llegar a ese desconocido lugar, una vez dentro, el panorama era desolador: docenas de niños llorando a coro, implorando no ser abandonados en aquella que para muchos era casi como una cárcel alambrada, pero ciertamente pintoresca. Algunos, más extremos, decidieron aferrarse al brazo o a la pierna de su madre en un intento desesperado de huir con ellas de vuelta a la seguridad y confort de sus hogares.

Mientras ese torbellino de traumáticas emociones infantiles se daba lugar en el patio, yo aguardaba paciente el toque de timbre, ya dentro del establecimiento y solo –mamá se había quedado afuera y me miraba desde el alambrado dándome fuerzas y confianza con su mirada–, lo logró. Pronto, las maestras nos ordenaron en filas y como ha sido el resto de mi vida escolar, yo estaba en primera fila. Entonamos el himno nacional, o al menos los pocos que lo sabíamos; rezamos, como es propio del sistema educativo de nuestro país, y al fin nos dirigieron, una vez más en fila tomados de las pequeñas manos, hacia nuestras respectivas aulas.

Recuerdo a la perfección la apariencia de aquella sala. Las mesas en forma hexagonal y pintadas de distintos colores, los cuadros con dibujos y letras en las paredes, un amplio pizarrón al frente y al fondo un estante amplio con materiales, pinturas, crayones y por supuesto mucha plastilina con la cual disfrutaba crear serpientes multicolor en la hora recreativa.

En las tardes, tras salir de la escuela, mis padres me enviaban a casa de mis abuelos, dado que papá y mamá tenían que trabajar, así que me quedaba al cuidado de mi abuelo, pues era quien estaba libre por las tardes ya que mi abuela trabajaba como enfermera en el hospital.

Mi abuelo, hombre imponente y con mucha autoridad, cuidaba de mí. Como buen maestro jubilado, decidió enseñarme el alfabeto para pasar las tardes. Él tenía en su habitación una pizarra más alta que ancha ubicada justo al frente de la puerta. Aquella pizarra tenía escritas con tiza blanca cada una de las letras del alfabeto, repetida cada letra dos veces, una en mayúscula y la otra en minúscula. Como método de aprendizaje, mi abuelo, me hacía repetir una y otra vez las letras del alfabeto en su debido orden y en voz alta, luego yo tenía que voltearme y apoyarme con los brazos cruzados hacia la pared, como quien juega a las escondidas, y así tenía la tarea de repetir el alfabeto, siempre en voz alta, procurando llegar a la zeta. Me tomó algunos días, pero al fin con la práctica aprendí. Como ya había aprendido el alfabeto, mi abuelo me hacía dibujar las letras en un papel y al cabo de algún tiempo, ya cumplidos mis cinco años en el mes de julio, yo ya sabía leer y escribir.

Como yo era el proyecto de mi abuelo, y ya que todo jubilado se empeña en iniciar nuevos proyectos para hacer más llevadero el retiro, pronto me retó a más y me propuso jugar ajedrez. Comenzó enseñándome a ubicar de forma correcta el tablero, mostrándome con énfasis que siempre debo ponerlo de tal forma que una vez sentado frente a él tenga una casilla negra en la esquina superior derecha. Luego me enseñó a ubicar cada una de las piezas a tiempo de mostrarme cuáles eran sus destrezas, el modo en que se movían y el modo en que se “comían” a sus adversarias. Me enseñó algo también importante: Las reinas adversarias siempre estarían en la misma columna, una frente a la otra y para ello me decía: “Reina negra en la casilla negra, reina blanca en la casilla blanca”. Al final aprendí y jugaba por las tardes con él. Siempre recuerdo aquel hermoso y fino tablero de madera con piezas talladas y base de gamuza verde. Fueron tardes formidables.


Por las mañanas hacía mis deberes en el kínder que incluía unir puntos a figuras para hallarles una forma concreta, pintar diseños, recortar todo tipo de papeles de colores para hacer manualidades, escribir letras y números, y por supuesto, hacer serpientes de plastilina. Por las tardes estaba en manos de mi abuelo, al final de aquel primer año de escuela aprendí más con él que en la escuela misma. A mis cinco años, mi abuelo había logrado enseñarme el alfabeto, a sumar, a multiplicar con los dedos la tabla del nueve, a leer y escribir, y en efecto, a jugar ajedrez. Había dejado en el pasado mis tortuosos cuatro años de aburrimiento extremo y había iniciado un ciclo en mi vida que nunca más se detuvo y probablemente solo se detendrá con mi muerte: mi ciclo de aprendizaje.

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Boris Aguilar Bustamante


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