De las cosas más difíciles que
le toca a uno vivir, decir adiós es probablemente una de las más dolorosas de
todas. Decirle adiós a alguien amado es como sentir que le arrancan a uno parte
del alma, dejándola incompleta para siempre. Y aunque el tiempo todo lo cura,
jamás podrá rellenar el vació de aquel adiós flagelador.
Vivimos como almas en pena
recordando y recordando, reviviendo aquellos momentos de felicidad, cuando
sonreíamos a la luz del sol, cuando soñábamos a la luz de la luna, y por un
momento nuestros cuerpos sienten una vez más el fulgor supremo que aquellos
recuerdos nos evocan, y sonreímos al revivirlo. Pronto volvemos a la realidad,
todo era un sueño, y sentimos el duro golpe del presente que nos llama a la
cordura, aun cuando nuestro lacerado corazón se aferra con fuerza a ese
recuerdo. Y así pasamos los días, y así pasamos los años, recordando y
recordando.
Todos tenemos a alguien a quien
alguna vez le hemos dicho adiós. Quizás le dijimos adiós a un viejo amor del
pasado, quizás le dijimos adiós a un buen amigo, a una amada mascota, quizás le dijimos adiós a ese
tío maravilloso o a ese amado abuelo o abuela. Pudimos decirle adiós a papá,
pudimos decirle adiós a mamá, pero probablemente no exista adiós más doloroso
que aquel que papá y mamá de dicen a su hijo. Adiós.
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