Cuando tenía tan solo cuatro
años, mis padres decidieron inscribirme al kínder. Lo prematuro de esa decisión
se debió –según mi padre– a mis constantes quejas pueriles de lo aburrida que
me resultaba la vida a los cuatro años de edad. Siendo hijo único y con una
alta intolerancia al aburrimiento (cosa que hasta la actualidad no ha cambiado),
finalmente, mis padres decidieron enviarme a la escuela.
Así que el día al fin había
llegado. Mamá me vistió, alistó mi lonchera color verde y me llevó de la mano
rumbo a mi primer día de escuela. Al llegar a ese desconocido lugar, una vez
dentro, el panorama era desolador: docenas de niños llorando a coro, implorando
no ser abandonados en aquella que para muchos era casi como una cárcel
alambrada, pero ciertamente pintoresca. Algunos, más extremos, decidieron
aferrarse al brazo o a la pierna de su madre en un intento desesperado de huir
con ellas de vuelta a la seguridad y confort de sus hogares.
Mientras ese torbellino de traumáticas
emociones infantiles se daba lugar en el patio, yo aguardaba paciente el toque
de timbre, ya dentro del establecimiento y solo –mamá se había quedado afuera y
me miraba desde el alambrado dándome fuerzas y confianza con su mirada–, lo
logró. Pronto, las maestras nos ordenaron en filas y como ha sido el resto de
mi vida escolar, yo estaba en primera fila. Entonamos el himno nacional, o al
menos los pocos que lo sabíamos; rezamos, como es propio del sistema educativo
de nuestro país, y al fin nos dirigieron, una vez más en fila tomados de las
pequeñas manos, hacia nuestras respectivas aulas.
Recuerdo a la perfección la
apariencia de aquella sala. Las mesas en forma hexagonal y pintadas de
distintos colores, los cuadros con dibujos y letras en las paredes, un amplio
pizarrón al frente y al fondo un estante amplio con materiales, pinturas,
crayones y por supuesto mucha plastilina con la cual disfrutaba crear
serpientes multicolor en la hora recreativa.
En las tardes, tras salir de la
escuela, mis padres me enviaban a casa de mis abuelos, dado que papá y mamá tenían
que trabajar, así que me quedaba al cuidado de mi abuelo, pues era quien estaba
libre por las tardes ya que mi abuela trabajaba como enfermera en el hospital.
Mi abuelo, hombre imponente y
con mucha autoridad, cuidaba de mí. Como buen maestro jubilado, decidió
enseñarme el alfabeto para pasar las tardes. Él tenía en su habitación una
pizarra más alta que ancha ubicada justo al frente de la puerta. Aquella
pizarra tenía escritas con tiza blanca cada una de las letras del alfabeto,
repetida cada letra dos veces, una en mayúscula y la otra en minúscula. Como
método de aprendizaje, mi abuelo, me hacía repetir una y otra vez las letras
del alfabeto en su debido orden y en voz alta, luego yo tenía que voltearme y
apoyarme con los brazos cruzados hacia la pared, como quien juega a las
escondidas, y así tenía la tarea de repetir el alfabeto, siempre en voz alta,
procurando llegar a la zeta. Me tomó algunos días, pero al fin con la práctica
aprendí. Como ya había aprendido el alfabeto, mi abuelo me hacía dibujar las
letras en un papel y al cabo de algún tiempo, ya cumplidos mis cinco años en el
mes de julio, yo ya sabía leer y escribir.
Como yo era el proyecto de mi
abuelo, y ya que todo jubilado se empeña en iniciar nuevos proyectos para hacer
más llevadero el retiro, pronto me retó a más y me propuso jugar ajedrez.
Comenzó enseñándome a ubicar de forma correcta el tablero, mostrándome con
énfasis que siempre debo ponerlo de tal forma que una vez sentado frente a él
tenga una casilla negra en la esquina superior derecha. Luego me enseñó a
ubicar cada una de las piezas a tiempo de mostrarme cuáles eran sus destrezas,
el modo en que se movían y el modo en que se “comían” a sus adversarias. Me
enseñó algo también importante: Las reinas adversarias siempre estarían en la
misma columna, una frente a la otra y para ello me decía: “Reina negra en la
casilla negra, reina blanca en la casilla blanca”. Al final aprendí y jugaba
por las tardes con él. Siempre recuerdo aquel hermoso y fino tablero de madera
con piezas talladas y base de gamuza verde. Fueron tardes formidables.
Por las mañanas hacía mis
deberes en el kínder que incluía unir puntos a figuras para hallarles una forma
concreta, pintar diseños, recortar todo tipo de papeles de colores para hacer
manualidades, escribir letras y números, y por supuesto, hacer serpientes de
plastilina. Por las tardes estaba en manos de mi abuelo, al final de aquel
primer año de escuela aprendí más con él que en la escuela misma. A mis cinco
años, mi abuelo había logrado enseñarme el alfabeto, a sumar, a multiplicar con
los dedos la tabla del nueve, a leer y escribir, y en efecto, a jugar ajedrez.
Había dejado en el pasado mis tortuosos cuatro años de aburrimiento extremo y
había iniciado un ciclo en mi vida que nunca más se detuvo y probablemente solo
se detendrá con mi muerte: mi ciclo de aprendizaje.
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Boris Aguilar Bustamante