jueves, 25 de septiembre de 2014

EL ADIÓS

De las cosas más difíciles que le toca a uno vivir, decir adiós es probablemente una de las más dolorosas de todas. Decirle adiós a alguien amado es como sentir que le arrancan a uno parte del alma, dejándola incompleta para siempre. Y aunque el tiempo todo lo cura, jamás podrá rellenar el vació de aquel adiós flagelador.


Vivimos como almas en pena recordando y recordando, reviviendo aquellos momentos de felicidad, cuando sonreíamos a la luz del sol, cuando soñábamos a la luz de la luna, y por un momento nuestros cuerpos sienten una vez más el fulgor supremo que aquellos recuerdos nos evocan, y sonreímos al revivirlo. Pronto volvemos a la realidad, todo era un sueño, y sentimos el duro golpe del presente que nos llama a la cordura, aun cuando nuestro lacerado corazón se aferra con fuerza a ese recuerdo. Y así pasamos los días, y así pasamos los años, recordando y recordando.


Todos tenemos a alguien a quien alguna vez le hemos dicho adiós. Quizás le dijimos adiós a un viejo amor del pasado, quizás le dijimos adiós a un buen amigo, a una amada mascota, quizás le dijimos adiós a ese tío maravilloso o a ese amado abuelo o abuela. Pudimos decirle adiós a papá, pudimos decirle adiós a mamá, pero probablemente no exista adiós más doloroso que aquel que papá y mamá de dicen a su hijo. Adiós.


Pero el adiós definitivo en realidad no existe, porque nunca dejamos en el pasado a quien un día fue parte esencial de nuestro presente. Decimos adiós, pero en realidad lo que queremos decir es hasta pronto. Cambian las estaciones y aprendemos a vivir con el recuerdo, nuestra mente y nuestro corazón aprenden a coexistir con el dolor y los días dejan poco a poco de ser grises. Pronto las flores tienen color, pronto el cielo vuelve a ser azul y pronto las aves vuelven a hacer música. Decimos adiós, pero en realidad decimos hasta pronto…


domingo, 21 de septiembre de 2014

LA MUJER PERFECTA

Por Boris Aguilar B.

La mujer perfecta es aquella que sabe que jamás dependerá de un hombre para ser feliz, es quien desde temprana edad ha cultivado su carácter y personalidad, y quien siempre ha buscado su total independencia. Una mujer perfecta, a pesar de sus imperfecciones externas, es perfecta en su interior. La mujer perfecta es quien irradia seguridad dondequiera que va y jamás se deja intimidar por otra persona. Sabe cuál es su verdadero valor y siempre exige ser tratada acorde a esa medida. La mujer perfecta es quien sabe lo que quiere en la vida y no le importa ir a contra tendencia para lograr aquello que desea. La mujer perfecta es soñadora, sueña día y noche con un futuro grandioso que puede o no incluir a un hombre como pareja, pues para ella, un hombre es un complemento, mas no así el centro de sus sueños. La mujer perfecta es dueña de sus sentimientos. La mujer perfecta aspira siempre a ser mejor y no deja que sus limitaciones la condicionen.

La mujer perfecta no es un ideal machista, tampoco un grito de guerra feminista, la mujer perfecta es una realidad, existe y se encuentra en todas partes. Está en la oficina lidiando con el cerdo de su jefe, está en casa preparando la cena para sus pequeños, está en el gimnasio levantando pesas junto a los hombres, está en las corporaciones dirigiendo las compañías, está en los gobiernos exigiendo mayor participación femenina, está en las calles dirigiendo el tránsito, está en los hospitales asistiendo a los enfermos, está en las escuelas enseñando a leer, está en las plazuelas pintando retratos y paisajes, está en el banco de sangre donando, está en la presentación de algún libro u obra de teatro, está postulando a presidenta, está negociando un tratado de libre comercio, está vendiendo productos en las calles, está transportando mercancías entre países, está ayudando en labores humanitarias, está rescatando animales, está criando a sus hijos, está luchando contra la pobreza y marginación, está aquí, está allá, está en todo lugar.

La mujer perfecta no deja de serlo por haber sido despedida de su empleo o por haber sido abandonada por algún cretino. La mujer perfecta no deja de serlo por estar deprimida y llorar encerrada en su habitación con el rímel corrido sobre sus mejillas, tampoco deja de serlo por sentirse perdida sin saber a dónde ir, porque en el fondo siempre lo supo y solo es cuestión de tiempo para que se dé cuenta. La mujer perfecta no deja de serlo por tener dificultades para surgir en una sociedad machista que discrimina, en una sociedad machista que acosa, en una sociedad machista que ultraja, porque la mujer perfecta es una guerrera y jamás dejaría que todo eso la acalle, al contrario, la llena de más fuerza para luchar con más brío. Es la mujer perfecta la que traza su camino, es dueña de su destino y es libre aun viviendo esclavizada, porque un cuerpo recluido no siempre es una mente privada.

No importa si posee una carrera universitaria o si es ama de casa, pues el solo hecho de ser mujer la hace perfecta, todo lo demás es un complemento. La verdadera razón por la que una mujer es perfecta es por el admirable hecho de estar diseñada para crear vida, albergándola en su vientre nueve meses y en su corazón por toda la eternidad. Es por eso que la mujer perfecta es abuela, es tía, es sobrina, es nieta. La verdadera mujer es perfecta porque puede ser hija y madre al mismo tiempo.

La mujer es perfecta por el simple hecho de ser mujer.



viernes, 19 de septiembre de 2014

RECUERDOS DE INFANCIA

Cuando tenía tan solo cuatro años, mis padres decidieron inscribirme al kínder. Lo prematuro de esa decisión se debió –según mi padre– a mis constantes quejas pueriles de lo aburrida que me resultaba la vida a los cuatro años de edad. Siendo hijo único y con una alta intolerancia al aburrimiento (cosa que hasta la actualidad no ha cambiado), finalmente, mis padres decidieron enviarme a la escuela.

Así que el día al fin había llegado. Mamá me vistió, alistó mi lonchera color verde y me llevó de la mano rumbo a mi primer día de escuela. Al llegar a ese desconocido lugar, una vez dentro, el panorama era desolador: docenas de niños llorando a coro, implorando no ser abandonados en aquella que para muchos era casi como una cárcel alambrada, pero ciertamente pintoresca. Algunos, más extremos, decidieron aferrarse al brazo o a la pierna de su madre en un intento desesperado de huir con ellas de vuelta a la seguridad y confort de sus hogares.

Mientras ese torbellino de traumáticas emociones infantiles se daba lugar en el patio, yo aguardaba paciente el toque de timbre, ya dentro del establecimiento y solo –mamá se había quedado afuera y me miraba desde el alambrado dándome fuerzas y confianza con su mirada–, lo logró. Pronto, las maestras nos ordenaron en filas y como ha sido el resto de mi vida escolar, yo estaba en primera fila. Entonamos el himno nacional, o al menos los pocos que lo sabíamos; rezamos, como es propio del sistema educativo de nuestro país, y al fin nos dirigieron, una vez más en fila tomados de las pequeñas manos, hacia nuestras respectivas aulas.

Recuerdo a la perfección la apariencia de aquella sala. Las mesas en forma hexagonal y pintadas de distintos colores, los cuadros con dibujos y letras en las paredes, un amplio pizarrón al frente y al fondo un estante amplio con materiales, pinturas, crayones y por supuesto mucha plastilina con la cual disfrutaba crear serpientes multicolor en la hora recreativa.

En las tardes, tras salir de la escuela, mis padres me enviaban a casa de mis abuelos, dado que papá y mamá tenían que trabajar, así que me quedaba al cuidado de mi abuelo, pues era quien estaba libre por las tardes ya que mi abuela trabajaba como enfermera en el hospital.

Mi abuelo, hombre imponente y con mucha autoridad, cuidaba de mí. Como buen maestro jubilado, decidió enseñarme el alfabeto para pasar las tardes. Él tenía en su habitación una pizarra más alta que ancha ubicada justo al frente de la puerta. Aquella pizarra tenía escritas con tiza blanca cada una de las letras del alfabeto, repetida cada letra dos veces, una en mayúscula y la otra en minúscula. Como método de aprendizaje, mi abuelo, me hacía repetir una y otra vez las letras del alfabeto en su debido orden y en voz alta, luego yo tenía que voltearme y apoyarme con los brazos cruzados hacia la pared, como quien juega a las escondidas, y así tenía la tarea de repetir el alfabeto, siempre en voz alta, procurando llegar a la zeta. Me tomó algunos días, pero al fin con la práctica aprendí. Como ya había aprendido el alfabeto, mi abuelo me hacía dibujar las letras en un papel y al cabo de algún tiempo, ya cumplidos mis cinco años en el mes de julio, yo ya sabía leer y escribir.

Como yo era el proyecto de mi abuelo, y ya que todo jubilado se empeña en iniciar nuevos proyectos para hacer más llevadero el retiro, pronto me retó a más y me propuso jugar ajedrez. Comenzó enseñándome a ubicar de forma correcta el tablero, mostrándome con énfasis que siempre debo ponerlo de tal forma que una vez sentado frente a él tenga una casilla negra en la esquina superior derecha. Luego me enseñó a ubicar cada una de las piezas a tiempo de mostrarme cuáles eran sus destrezas, el modo en que se movían y el modo en que se “comían” a sus adversarias. Me enseñó algo también importante: Las reinas adversarias siempre estarían en la misma columna, una frente a la otra y para ello me decía: “Reina negra en la casilla negra, reina blanca en la casilla blanca”. Al final aprendí y jugaba por las tardes con él. Siempre recuerdo aquel hermoso y fino tablero de madera con piezas talladas y base de gamuza verde. Fueron tardes formidables.


Por las mañanas hacía mis deberes en el kínder que incluía unir puntos a figuras para hallarles una forma concreta, pintar diseños, recortar todo tipo de papeles de colores para hacer manualidades, escribir letras y números, y por supuesto, hacer serpientes de plastilina. Por las tardes estaba en manos de mi abuelo, al final de aquel primer año de escuela aprendí más con él que en la escuela misma. A mis cinco años, mi abuelo había logrado enseñarme el alfabeto, a sumar, a multiplicar con los dedos la tabla del nueve, a leer y escribir, y en efecto, a jugar ajedrez. Había dejado en el pasado mis tortuosos cuatro años de aburrimiento extremo y había iniciado un ciclo en mi vida que nunca más se detuvo y probablemente solo se detendrá con mi muerte: mi ciclo de aprendizaje.

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Boris Aguilar Bustamante


jueves, 18 de septiembre de 2014

DANZA DE ESTRELLAS

Un cúmulo de estrellas que yace en lo infinito, aparentemente inamovible pero infinitamente veloz. Estrellas unidas entre sí a través de un lazo gravitatorio invisible que las vuelve hermanas. Ese cúmulo distante que dibuja una silueta, una vez unidos los puntos flamígeros de éstas, las estrellas. Un cúmulo casi perpetuo, que existe hace eones y por eones perdurará hasta que su silueta se disuelva en una danza  interestelar que termina, ya sea fusionándolas o bien alejándolas para siempre.


Una danza celestial que perdura eternamente. Una danza sublime, de lo más cautivante. Una danza de estrellas. Danza de compañeras. Son los violines celestiales que amenizan con su melodía y el piano del tiempo que produce hermosa sinfonía. Vibran de canto a punta, desde el inicio hasta el final, en un Universo interminable. Son los astros celestiales que cautivan toda la creación con su baile magnánimo. Son los astros celestiales que motivan a las constelaciones a formarse en espirales, invitando a todos los planetas a bailar con ellas, formando hermosas figuras, hermosas coreografías.


Algunas –sistemas binarios– bailan entre dos, coqueteando una con la otra por milenios, dando vueltas y seduciéndose hasta un momento en el tiempo en que se fusionan en una sola, en un hermoso beso estelar, con el Cosmos como testigo.


Otras bailan solitarias, girando sobre su eje, erráticas y sin rumbo, perdidas y abandonadas bailando hipnotizadas. A veces visitan a otros sistemas, como otras veces terminan devoradas por algún agujero negro que las llama a bailar con éste, engañándolas y seduciéndolas para hacerlas su presa para toda la eternidad.


Yo soy una estrella, tú eres una estrella y en una infinita pista de baile te busco. Giro y giro, buscándote, llamándote, esperándote. Inmenso Universo, diminuta estrella, ¿dónde te hallas? Te he buscado por milenios y por milenios te seguiré buscando y cuando te encuentre no te voy a dejar, danzaré junto a ti por toda la eternidad, mi estrella, mi compañera.