domingo, 24 de diciembre de 2017

BECCA

Hace algunos años, fui a una fiesta de año nuevo en casa del primo de un amigo. Fui no tanto porque deseaba celebrar el acontecimiento, sino porque en realidad no deseaba quedarme en casa encerrado. Llegué a la una de la mañana. Había mucha gente para ser una fiesta privada. Quizás unas cien personas. Tras entrar, saludé al anfitrión, le deseé mis buenos augurios para el nuevo año y posterior a eso lo primero que hice fue servirme una copa de malbec para calentarme un poco en aquella gélida noche. Los pocos amigos que tenía en esa fiesta estaban con sus novias o conquistas temporales. Cada uno en su mundo. Comenzaba a pensar que la idea de quedarme en casa no era tan mala después de todo, al menos en ella estaría muy cómodo y caliente, a diferencia de cómo me sentía en ese extraño lugar. Empecé a considerar la idea de irme, comprarme una hamburguesa en el camino y terminar viendo películas hasta quedarme dormido. Al final, era solo un día más, como cualquiera.
Me acerqué nuevamente al bar para llenar mi copa con más vino. Alguien me preguntó si podía servirle la suya. Una muchacha, que también bebía vino, y tal parece que éramos los únicos que lo hacíamos; los demás bebían de todo, pero nadie más tomaba vino. Bueno, al menos ya había encontrado a una compañera de copas con quien podía cuanto menos conversar y así ir descartando paulatinamente la idea de la hamburguesa y las películas. «Becca, mi nombre es Becca. Llegué ayer por la tarde» dijo mientras empujaba con la mano izquierda la base de la botella para que le llenara más la copa. Tras ver sus ojos verdes, lo segundo que vi fueron sus blancas y delgadas manos y sus rojas uñas. Usaba un par de anillos en los dedos, eran unas manos hermosas. «Y, de dónde llegaste. Con quién viniste a la fiesta» le pregunté, tras decirle mi nombre, mientras vaciaba lo que quedaba de vino en mi copa y de reojo buscaba una nueva botella. Para mi suerte, había al menos unas cuatro más. Me contó que era prima del dueño de la casa y anfitrión de la fiesta, que había llegado del extranjero, que es donde estudiaba hace ya algún tiempo. Que había vuelto quizás después de tres años y que se iría en los primeros días de enero.
Conforme pasaba la madrugada y una a una se iban acabando las botellas de vino, ya nos habíamos contado para entonces todas las cosas aburridas que cada uno hace, como dónde trabajaba o qué estudiaba o qué cosas nos gustaban a ambos. En efecto, el vino hacía lo suyo. Ya me había quitado la chaqueta y mis mejillas ya estaban enrojecidas, la música ya no me parecía tan horrenda y hasta la gente comenzaba a agradarme. «¿No te parece acaso la fiesta más aburrida del mundo?» me pregunta, y no atino a responderle porque estoy algo atontado y además no puedo dejar de ver sus colorados cachetes también enrojecidos por el vino, muy entendible dado que se había bebido al menos dos botellas y media de nuestro limitado suministro de cuatro. Al acabarse el vino, nos sirvió a ambos whisky, y todos saben que el whisky no es precisamente mi bebida predilecta, no porque no lo disfrute, sino porque me embriaga con mayor rapidez que cualquier otro licor. «Qué acaso te colgaste o qué. Anda dime» vuelve a preguntar esta vez aparentemente más seria. «Sí, a decir verdad, no es precisamente la mejor fiesta a la que haya ido» le respondí, y era verdad, pero a pesar de eso, la estaba pasando bien. «Mira, haremos lo siguiente. ¿Ves los escalones en espiral de aquella esquina? Subiré y tras cinco minutos subes tú. Procura ser discreto» me ordenó, sin siquiera preguntarme si me parecía la idea, antes de que pueda responderle, ella ya se había puesto de pie e hizo exactamente lo que dijo, fue hacia la escalera en espiral, y como si nada, subió. ¿Debería controlar los cinco minutos en mi reloj? Comencé a sentirme nervioso. Demonios. Bebo un sorbo de whisky. Hago la mueca que siempre hago tras beberlo. Un sujeto se me acerca y comienza a hablarme. No logro atenderlo y hasta quizás soy descortés. El muchacho se ríe de algún chiste que hizo y que solo él entendió. Me cuenta algo, pero yo no puedo dejar de ver esas malditas escaleras en espiral. No sé si ya pasaron los cinco minutos. Maldición. Miro a mi alrededor, y ya todos están ebrios. Bebo un último sorbo de whisky. Me acabo la copa, hago la mueca, me pongo de pie y me dirijo hacia aquellas escaleras. Al llegar a ellas, sin el menor cuidado de si alguien me ve, subo torpemente. Al tomar la barandilla noto que traspiro de las manos.
«Por qué tardaste tanto. Comenzaba a pensar que te habías ido». Aquel era una especie de pequeño estudio, con varios estantes llenos de libros y algunos cuadros en las paredes. Reconocí la “Primavera” de Boticcelli. «Ven, qué esperas» me dice dirigiéndose hacia una puerta. Entró, entré. Al otro lado un corredor con más cuadros y al final otro ambiente con algunos sillones. A la izquierda otras escaleras, las cuales sube sin esta vez insistirme. Subiendo aquellas gradas, había algunas puertas y un corredor de cristal. Entró a ese corredor de cristal mientras yo pensaba que esa era realmente una casa muy grande. «Quítate la ropa» me dice, una vez más dándome una orden. «Tranquilo, ‘freaky’. ¿Qué está pensando tu sucia mente? Entraremos al jacuzzi» me dice mientras me señala una sección dentro de ese raro ambiente en el que había un gran jacuzzi, algunas pantallas de televisión en las paredes, una mesa de billar en el fondo y varias otras cosas que no logro ver porque me es muy difícil ver otra cosa que no sea su blanca silueta que se va descubriendo mientras se quita la ropa y queda en ropa interior. Abre uno de los grifos de agua, pronto el jacuzzi se llena, lo enciende y al mismo tiempo se encienden unas luces de neón que cambian de colores. Era algo así como un muy sofisticado y fino motel, pero para ricos. «Este es el pequeño ‘spa’ de mi tío. Él dice que por su trabajo lo necesita, que no es un lujo propiamente, sino una necesidad. O es eso o según él podría morir». Intrigado le pregunto «¿y qué exactamente hace tu tío», temiendo que se trate de un jefe de la mafia o algo así y que había cámaras por todo el lugar. «Corredor de bolsa» me dice mientras se hace un moño en el cabello y pone un pie dentro del jacuzzi, luego pone el otro. Exclama que el agua está deliciosa y finalmente mete su cuerpo hasta el cuello. «Anda. Qué esperas. ¿Una carta de invitación?». Cuando me acerco, me dice «hey, alto, antes tráenos una botella de vino y dos copas. Busca por allá» me dice mientras señala con su dedo hacia la sección donde se encuentra la mesa de billar. En efecto, veo un mini bar al fondo. Encuentro una botella de vino, saco dos copas que cuelgan y las llevo. No termino de entender qué es lo que exactamente está sucediendo. «¿Trajiste el sacacorchos?» pregunta ya sabiendo la respuesta por la expresión de su cara. Por centésima vez en la noche me hizo sentir como un retrasado, así que volví al mini bar a buscar un sacacorchos el cual se hallaba a simple vista.
Tras servir las dos copas de vino, y ya una vez dentro del jacuzzi, ella dice risueña: «Propongo un brindis. Que este año nuevo no sea nunca olvidado. Que a pesar de que quizás no volvamos a vernos. Nos recordemos siempre. Salud», y chocó mi copa. Bebimos, y sin más, comenzamos a besarnos. Atinamos a poner las copas en el borde del jacuzzi. Así, con total naturalidad, como si nos hubiésemos reencontrado de antes, como si nos hubiésemos conocido de muchos años, así, como si nada, nos besamos. Se abrazó de mi cuello, y ante la tenue luz de los neones, sonreía. Sus ojos verdes parecían brillar más de lo normal por el reflejo de los colores que cambiaban y que emanaban desde dentro de aquel jacuzzi. La tomaba de la cintura y ella se aferraba a mi cuello y espalda. Mientras me besaba, sostenía mi mentón con su mano e introducía su dedo pulgar en mi boca. Sentía que estaba flotando, no era el vino, no era el agua, sino la excitación de tener a esa hermosa mujer de verdes ojos aferrándose a mi cuerpo, como si no pudiese dejarlo, como si nuestros cuerpos necesitaran estar cerca, más cerca, cada vez más unidos. Tenues gemidos endulzaban mis oídos y ni una sola palabra era dicha. No era necesario decir nada, nuestros cuerpos se entendían a la perfección, como si ya antes hubiesen hecho esto y se conocieran del pasado. Desabrocho su brasier, y ella lentamente se lo quita, y al hacerlo me enlaza con él y me jala hacia su boca. Realmente siento que floto. No puedo terminar de concebir la idea, pero me dejo llevar, me dejo llevar, como ella también lo hace y entra en un trance, y solo me besa, y solo me toca, pero no dice nada. Le quito la otra prenda, y ella hace lo propio conmigo. Ya nada más importa. Olvidé dónde estoy. Olvidé que es año nuevo. Olvidé que es la casa del primo de un amigo. Olvidé que la conocí hace pocas horas. Lo olvidé todo, estaba ebrio de éxtasis. Olvidé el tiempo. Olvidé el lugar. En trance, perdido, completamente perdido, pero perdido en ella, en su cuerpo. Sentí miedo, miedo de no volverla a ver. Era absurdo, a penas la conocía. Y así, de forma casi desesperada, como si ya no pudiésemos aguardar un solo segundo más, fuimos uno, fui parte de ella y ella de mí. Esta vez ya no eran tenues sus gemidos, sino estallidos de placer. Ya no estaba calmada el agua, sino hecha un torbellino. Su cabello se había desatado, y así suelto y mojado, caía sobre su rostro. Y sus ojos compenetrados con los míos. No podíamos dejar de mirarnos. Como si el universo mismo cupiera en sus hermosos ojos verdes. Cada vez nos acelerábamos más, y más, y más. Podía sentir su agitada respiración, combinada con sus gemidos, cada vez más ruidosos, que eran como música para mis oídos y combustible para mi cuerpo. El agua ardía y sentía que mi cuerpo se quemaba, pero me gustaba, me fascinaba. Y así, como en cámara lenta, levantó la cabeza mientras yo no dejaba de mirarla y lanzó un grito. El eco de ese grito, resuena aún en mi mente…
No la volvería a ver nuevamente, no despierto, porque a veces, se aparece en mis sueños, y con sus hermosas manos blancas con dos anillos en sus delgados dedos me entrega una copa de vino y me sonríe. «Becca, mi nombre es Becca».
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Boris Aguilar Bustamante
23/12/2017





viernes, 14 de julio de 2017

DOS MUJERES


Por Boris Aguilar B.

Lo que más amaba de ti era esa tu extraña combinación de ternura y sensualidad. Como si dentro de ti existieran dos mujeres diferentes: la niña mimosa con dos coletas en el cabello que amaba acurrucarse en mi pecho y cantarme al oído, y la mujer sensual con el cabello suelto que se pintaba de rojo intenso los labios y me arrancaba la ropa. Quizás esa sea la razón del porqué aún vives en mis recuerdos, porque cuando logro olvidar a una, aparece la otra mirándome fijamente mordiéndose el labio inferior. Una me inspira ternura, la otra me incita al pecado. Una me habla de amor, la otra me habla de pasión. Aún extraño a la primera, aún deseo a la segunda. Una vive en mi corazón, la otra vive en mi mente; y ambas, ambas eres tú…



lunes, 12 de junio de 2017

RENACER

Por Boris Aguilar B.


Dando vueltas en mi cama, no pude dormir esa noche que nos vimos en aquel bar, cada uno pretendiendo no conocer al otro, evitando estar demasiado cerca, riendo por fuera, pero sintiendo la presencia del otro de forma muy latente y real, de manera muy intensa. Cómo fue que pasamos de esas noches encendidas en mil llamas que incendiaban, a las gélidas noches de invierno donde somos tan solo dos personas que se reconocen y que comparten un pasado en común, uno donde ninguno creía en la posibilidad de estar sin el otro. Ahora somos dos desconocidos que un día se amaron como pocas veces llega uno a amar y como pocas veces uno se entrega en la vida. Ahora solo somos dos individuos que cruzan miradas indiferentes y que comparten mil y un secretos confidentes que solo tú y yo sabemos.

Podrás pretender que ni siquiera nos conocemos, pero pocas veces alguien te ha llegado a conocer como yo te he conocido. No solo cada milímetro de tu cuerpo, sino cada rincón de tu agitada mente y arremolinado corazón, así como tú eres, torbellino de emociones que encontraba su calma cuando nos fundíamos en un beso. Como si no supiéramos del otro aquello que quizás ni siquiera nosotros mismos conocemos, porque hay cosas que simplemente no se pueden ver con los propios ojos. Te he visto aquella noche y no solo te he recordado, por un momento también te he sentido y he vuelto a rememorar lo que se siente extrañarte, aun estando tan cerca, aun estando junto a mí.

Que la vida te entregue las alegrías que quizás yo no te di, o que quizás simplemente no fueron suficientes. Que tus días sean torbellino de felicidad, así, caóticamente emocionantes, como solo tú eres. Y que tus noches sean de sueños y de perdón, de olvido y sanación, porque sé que aún guardas dentro de ti, pedazos de rencor a los que te aferras para poder olvidar más rápido. Que a tus primaveras no les falten nunca flores. Que a tus veranos no le falten nunca vino. Que a tus inviernos no le falten nunca café, y a tus otoños de tristezas, mis recuerdos, para que te ayuden a florecer de nuevo y no olvides que a veces decimos adiós, para poder renacer de nuevo…


jueves, 8 de junio de 2017

INSOMNIO

Por Boris Aguilar Bustamante

«Ábreme, estoy abajo. Sal pronto que me congelo». Con tus tacos en la mano en la madrugada del domingo me sonreías cuando te abría la puerta. Podrían desearte muchos hombres, pero siempre era conmigo con quien terminabas tu sábado por la noche, en aquel tiempo cuando aún nuestros cuerpos se buscaban y se rehusaban a dejarse. Fingía que dormía al contestar tu llamada, pero en realidad te esperaba despierto porque sabía que vendrías. Lo presentía. Lo deseaba.
Finalmente, en algún tiempo, mi teléfono dejó de sonar. Cuando dejamos de vernos comenzó mi insomnio, porque aún cuando sabía que ya no te volvería a ver, mi mente y mi corazón se rehusaban a dejar de aguardarte, y sigo aquí esperando despierto a que suene mi teléfono: «Ábreme, te he extrañado».


TATUAJES

Echada boca abajo, tendida sobre la cama con las sábanas apenas cubriéndote el cuerpo. Un moño sosteniendo tu cabello. Y tu torso desnudo, blanco como la arena de una playa virgen. Un oasis, un Edén, era tu cuerpo mi paraíso y era donde deseaba pasar la vida entera. Volteabas el rostro para mirarme mientras me vestía, y me esbozabas una tenue sonrisa a la que no me podía resistir. Aún a medio vestirme, me ponía sobre ti para besar tu terso y frágil cuello. Podía escuchar cada latido de tu corazón sincronizado con el mío. Besaba tus hombros desnudos que se estremecían cuando mis labios te acariciaban, y lentamente bajaba hacia tu templada espalda. Sentía cómo se te erizaba la piel con tan solo tocarte, y un ligero gemido cuando besaba tu suave espalda baja. Recorrer tu cuerpo de ángel era el placer más grande que alguna vez podía sentir. Girabas de inmediato y enlazabas mi cuerpo con tus bellas piernas y tomándome del rostro besabas mis labios ígneos y el tiempo se detenía. No podía parar, no deseaba parar, quería pertenecerte por siempre y que jamás dejara de tenerte. Fuiste mi eternidad, aun cuando lo nuestro fue tan efímero. Ahora llevas contigo mis besos tatuados en tu piel, esos besos que nadie podrá jamás borrar. Solo tú y yo sabemos cuánto, cuánto te amé, cuánto me amaste.

No me olvides…



Boris Aguilar Bustamante



martes, 2 de mayo de 2017

BAR DE OLVIDO

Por Boris Aguilar B.

Con un habano en una mano y una copa de whisky en la otra, en el rincón umbrío de aquel viejo bar, de esos bares de antaño que el hijo heredó del padre y el padre del abuelo. Fragancia a madera raída, con pisos que rechinan al pasar. Viejos cuadros de artistas olvidados colgando en las paredes descoloridas y un viejo candelabro con terminaciones de gotas de cristal que cuelga del techo y que oscila de vez en cuando al vibrar la vieja estructura cuando pasa algún camión por la calle todavía empedrada.


Una bocanada a mi puro seguido de un trago de mi copa, de esos que raspan y arden en la garganta, abriéndose paso por las entrañas quemadas que han sido curtidas durante muchos años. Así, bocanada a bocanada, el habano se va consumiendo, y con el humo que va emanando, figuras de siluetas femeninas se van formando, quizás sean todas las mujeres que alguna vez han formado parte de mi vida. Danzando ondulantes pareciera que me seducen invitándome a bailar con ellas. Recuerdo a una en particular, una que bailaba para mí mientras tomaba una copa de vino en el cuarto de hotel donde solíamos fugarnos para olvidarnos de todo y de todos, como un refugio de la realidad, como una cámara de olvido. Bailaba como musa de epopeya secular seduciéndome con sus movimientos, atrapándome con su mirada, atando mi alma a la suya por el resto de nuestras vidas. Nuestros cuerpos se fusionaban cuando se buscaban, pero eventualmente se olvidaron. La perdí, nos perdimos, el tiempo distanció nuestras vidas, pero mi alma a la suya atada siempre estará.

«Otra, deme otra botella de whisky», le digo con voz ronca al taciturno tabernero que me mira y no responde, ni siquiera asiente levemente, quizás porque en el fondo siente conmiseración de mí. Un viejo tocadiscos de otro siglo toca jazz de los años 70. Me sé de memoria cada melodía porque he pasado muchas horas en ese viejo bar olvidado en el tiempo donde mi barba se ha hecho cada vez más gris y mi rostro cada vez más arrugado. Con un habano en una mano y una copa de whisky en la otra, en el rincón umbrío de aquel viejo bar, así paso mis últimos días aguardando a la evasiva muerte a quien espero durante años, para que al fin a mi ser le de descanso y a mi espíritu liberación de la cárcel de mi cuerpo. Quizás entonces pueda ir a buscarla.


miércoles, 8 de febrero de 2017

CICATRICES

Por Boris Aguilar Bustamante


Conocidos de día, amantes de noche. Pacto cómplice de silencio público; estruendo de pasión privado. Fuimos nuestras madrugadas de fin de semana, cuando me llamabas a las 4 de la mañana diciendo que me extrañabas. Y tu lado de mi cama que como siempre te aguardaba, y que hasta hace poco aún te esperaba.

De todos nuestros encuentros, jamás olvidaré el primero y el último. El primero: vino y pasión. El último: llanto y adiós. Fuimos uno, amor y pasión descontrolada; ahora solo quedan miles de pedazos de nosotros. Nos fusionamos y nos destruimos, y al intentar reconstruirnos te llevaste pedazos que eran míos, y yo me quedé con retazos de tu fragmentado corazón. Eres mis cicatrices, soy las tuyas. Y aunque puedas y vayas a amar de nuevo, tendrás siempre partes de mí a tu alma fusionadas… y yo de ti, y yo de ti.


lunes, 23 de enero de 2017

RUISEÑOR

Por Boris Aguilar Bustamante


Sobre las tejas de un raído techo, se posaba cada mañana un hermoso ruiseñor que cantaba día a día la misma tonada dulce una y otra vez. Cada mañana, sin falta alguna, en el mismo tejado, una y otra vez. En el jardín de aquella vieja casa, bajo un viejo cobertizo, una mecedora que distraía a una anciana con su vaivén interminable. Todas las mañanas, mientras el ruiseñor cantaba, la ancianita escuchaba. El espectáculo duraba algunos minutos para que luego el ave alzara vuelo y no volviese sino hasta la mañana siguiente para cantarle de nuevo. Los días se ponían fríos, y las noches eran más largas: el invierno se acercaba. La solitaria anciana había enfermado, y fue llevada al hospital ante la insistencia de la menor de sus cinco hijas, quien era la única que por su frágil madre se preocupaba.

Postrada en el hospital, creía escuchar el canto del ave, pero pensaba que solo lo escuchaba en su mente. Recordaba con anhelo esos días de primavera en que podía salir a su jardín y escuchar al ave cantar. La temporada más gélida comenzó y junto a los copos de nieve que caían, así también copo a copo se le acababa la vida. Pronto los médicos entendieron que era cuestión de tiempo y que la familia debía realizar los arreglos para preparar la despedida de su madre. Así, un día, murió.

Semanas después, la hija mayor de la difunta anciana, acudió muy temprano a la vieja casa donde había pasado su infancia, junto a un grupo de arquitectos para realizar mediciones y observar el terreno. Las hijas mayores habían decidido derrumbar aquella vieja casona y construir en su lugar un condominio comercial que rápidamente justificaría el valor de esa herencia. Mientras los profesionales realizaban su trabajo, la hija vio la vieja mecedora de su madre y decidió sentarse en ella, al hacerlo pudo ver de frente el viejo tejado sobre el cual se encontraba un ruiseñor que la observaba, no cantaba, solo la observaba. Intrigada y absorbida por su mirada, la mujer no podía dejar de sentir un profundo dolor inexplicable al ver a esa inmutada ave. Pronto el ave cantó una tonada que penetró en lo más profundo del alma de la mujer y no pudo evitar ponerse a llorar. Era el canto que su padre le cantaba cuando ella era una niña. Se puso de pie y salió de la propiedad sin poder contener el llanto.

Se decidió que la vieja casa sería refaccionada, mas no demolida, y conservaron el vergel y el tejado, al que acudían dos hermosos ruiseñores a cantarle a la última nieta de la familia quien se sentaba en la misma mecedora donde un día lo hacía su abuela cuando tenía forma de mujer anciana, antes de que la muerte se llevara su cuerpo, pero la nueva vida le regalara alas, tal y como había sucedido años atrás, con su difunto esposo a quien amó toda la vida, tanto en la antigua como en la renacida.

Una nota escrita con puño y letra en el cajón del velador de la anciana fue hallada y decía:

Ruiseñor, no te vayas, cántame una vez más, que a mi alma adolorida tu cantar podrá sanar.
Ruiseñor de bellas alas, vuela al fin hacia la mar, pero no me dejes sin tu canto, vuelve pronto, vuelve ya.
Ruiseñor de la mañana, ruiseñor con tu cantar, ven a mí a mi morada y dame vida un día más.
Ruiseñor de bellas alas, vuela al fin hacia la mar, pero no me dejes sin tu canto, que la muerte ya vendrá.




viernes, 13 de enero de 2017

REENCUENTRO

Por Boris Aguilar B.


Me llevo una última bocanada a los labios, mientras contemplo el techo de ese ófrico motel. El humo dibuja la silueta de una bailarina al encontrarse con un prófugo haz de luz, y el sonido de un grifo que gotea me recuerda el tic tac de aquel viejo reloj que oscilaba en la antigua sala de mi abuelo, donde pasaba mis tardes de niño, mientras mis padres se iban a trabajar. Los labios me saben a pecado mezclado con whisky, y en mi mente, difusos recuerdos de la noche anterior. Un extraño torso desnudo yace boca abajo junto a mí, tiene tatuada una cruz en la espalda, y un ave de colores que se alza imponente a lo ancho de sus caderas. El retumbar de mi cabeza se sincroniza con el palpitar de mi acelerado corazón y el aire me sabe a gasolina.

Mientras fumo mi último cigarro, recuerdo su hermosa sonrisa, aquella que me regalaba cuando me veía llegar. Recuerdo esa lluviosa noche de verano, cuando con una botella de vino y flores toqué a su puerta. Faltaban tan solo dos días para la noche más importante de su vida, aquel que había esperado desde niña, cuando se ponía sus zapatillas, y de puntillas a su tul hacía girar. Le esperaban los teatros más imponentes y elegantes, a los cuales acudiría el público más solemne y culto de Europa. Celebramos aquella noche, sin saber que en realidad nos despedíamos. Jamás olvidaré el modo en que sus ojos compenetrados con los míos me decían que yo era su aire mientras sus labios pronunciaban un «te amo» y sus sedosas manos me abrazaban como si jamás me quisieran dejar. No sabía en realidad el porqué de los labios sino hasta que encontraban su fragante cuello, recorriendo su tibia espalda, su vientre, sus blancas y suaves piernas. Amanecimos abrazados de una manera tan férrea, como si nunca quisiéramos abandonar esa habitación, como si nuestros cuerpos temieran que si nos alejamos, no volveríamos jamás a ser uno. A la mañana siguiente me fui temprano para ir a trabajar, le prometí que la iría a recoger al acabar la tarde para llevarla al aeropuerto. Nunca más la volvería a ver.

Ahora el sinsentido de mi vida se ha vuelto una maldición. El aire raspa mis pulmones, abriendo grietas de dolor. El whisky ya no me sabe más que a agua y en lugar de borrar todos mis recuerdos, los proyecta donde quiera que voy. Sin rumbo, así sin rumbo, divago en un eterno caminar. El tic tac de ese reloj truena en la sien de mi frente, como una cuenta regresiva de nunca acabar. Esta noche al fin podré descansar.

Me visto, tiro algunos dólares sobre la cama y abandono a mi pelirroja desconocida quien, aún echada boca abajo, me lanza una mirada de conmiseración, entreabre los labios, como queriendo decirme algo, pero de inmediato nota que no se han inventado aún las palabras que ayuden a paliar las llagas del corazón. «A la intersección de la avenida este y la entrada Charleston» le digo al conductor del taxi al que acabo de subir. Busco entre mis bolsillos, olvidando que ya no me quedan más cigarrillos. Es un día radiante, ni una nube se asoma en el cielo. «Lindo día, ¿no lo cree?» me pregunta sonriente el amable conductor que me mira por el retrovisor. Le sonrío y asiento con la cabeza. Le pago al bajar y no le respondo sus deseos de un buen día. Ante mí, se alza imponente la represa Charleston, una maravillosa obra de ingeniería. Camino hasta la mitad de su estructura. Miro a ese hermoso horizonte a cuyos pies se yergue el valle. Con una maniobra me paro sobre el borde que da a una caída de 200 metros. «¡Oiga!» grita alguien. Escucho sus pasos correr, sin darme la vuelta siquiera, levanto los brazos al cielo, como cuando ella alzaba los suyos en el escenario ante un maravillado público que aplaudía de pie, y con impulso de gloria funesto, salto sin siquiera dudar. Tengo demasiados narcóticos en la sangre como para sentir miedo. Al fin soy libre, al fin soy libre, al fin soy libre…


Y libre fui desde entonces, tras doce meses de recordarla en silencio, a ella, y al fruto de nuestro amor que florecía en su sagrado vientre.