Por Boris Aguilar B.
Me llevo una última bocanada a los labios, mientras contemplo el techo de ese ófrico motel. El humo dibuja la silueta de una bailarina al encontrarse con un prófugo haz de luz, y el sonido de un grifo que gotea me recuerda el tic tac de aquel viejo reloj que oscilaba en la antigua sala de mi abuelo, donde pasaba mis tardes de niño, mientras mis padres se iban a trabajar. Los labios me saben a pecado mezclado con whisky, y en mi mente, difusos recuerdos de la noche anterior. Un extraño torso desnudo yace boca abajo junto a mí, tiene tatuada una cruz en la espalda, y un ave de colores que se alza imponente a lo ancho de sus caderas. El retumbar de mi cabeza se sincroniza con el palpitar de mi acelerado corazón y el aire me sabe a gasolina.
Mientras
fumo mi último cigarro, recuerdo su hermosa sonrisa, aquella que me regalaba
cuando me veía llegar. Recuerdo esa lluviosa noche de verano, cuando con una
botella de vino y flores toqué a su puerta. Faltaban tan solo dos días para la
noche más importante de su vida, aquel que había esperado desde niña, cuando se
ponía sus zapatillas, y de puntillas a su tul hacía girar. Le esperaban los
teatros más imponentes y elegantes, a los cuales acudiría el público más
solemne y culto de Europa. Celebramos aquella noche, sin saber que en realidad
nos despedíamos. Jamás olvidaré el modo en que sus ojos compenetrados con los
míos me decían que yo era su aire mientras sus labios pronunciaban un «te amo»
y sus sedosas manos me abrazaban como si jamás me quisieran dejar. No sabía en
realidad el porqué de los labios sino hasta que encontraban su fragante cuello,
recorriendo su tibia espalda, su vientre, sus blancas y suaves piernas.
Amanecimos abrazados de una manera tan férrea, como si nunca quisiéramos abandonar
esa habitación, como si nuestros cuerpos temieran que si nos alejamos, no
volveríamos jamás a ser uno. A la mañana siguiente me fui temprano para ir a
trabajar, le prometí que la iría a recoger al acabar la tarde para llevarla
al aeropuerto. Nunca más la volvería a ver.
Ahora el
sinsentido de mi vida se ha vuelto una maldición. El aire raspa mis pulmones,
abriendo grietas de dolor. El whisky ya no me sabe más que a agua y en lugar de
borrar todos mis recuerdos, los proyecta donde quiera que voy. Sin rumbo, así
sin rumbo, divago en un eterno caminar. El tic tac de ese reloj truena en la
sien de mi frente, como una cuenta regresiva de nunca acabar. Esta noche al fin
podré descansar.
Me visto,
tiro algunos dólares sobre la cama y abandono a mi pelirroja desconocida quien,
aún echada boca abajo, me lanza una mirada de conmiseración, entreabre los
labios, como queriendo decirme algo, pero de inmediato nota que no se han
inventado aún las palabras que ayuden a paliar las llagas del corazón. «A la
intersección de la avenida este y la entrada Charleston» le digo al
conductor del taxi al que acabo de subir. Busco entre mis bolsillos, olvidando
que ya no me quedan más cigarrillos. Es un día radiante, ni una nube se asoma
en el cielo. «Lindo día, ¿no lo cree?» me pregunta sonriente el amable
conductor que me mira por el retrovisor. Le sonrío y asiento con la cabeza. Le
pago al bajar y no le respondo sus deseos de un buen día. Ante mí, se alza
imponente la represa Charleston, una maravillosa obra de ingeniería. Camino
hasta la mitad de su estructura. Miro a ese hermoso horizonte a cuyos pies se
yergue el valle. Con una maniobra me paro sobre el borde que da a una caída de 200 metros. «¡Oiga!» grita alguien. Escucho sus pasos correr, sin darme
la vuelta siquiera, levanto los brazos al cielo, como cuando ella alzaba los
suyos en el escenario ante un maravillado público que aplaudía de pie, y con
impulso de gloria funesto, salto sin siquiera dudar. Tengo demasiados
narcóticos en la sangre como para sentir miedo. Al fin soy libre, al fin soy
libre, al fin soy libre…
Y libre fui desde
entonces, tras doce meses de recordarla en silencio, a ella, y al fruto de nuestro
amor que florecía en su sagrado vientre.
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