Dejar
hacer a la vida lo que hace cada día es dejarnos llevar por el cauce de sus
aguas, dejarnos flotar en ellas, dejar que nos arrastren de espaldas mientras
contemplamos el cielo, y en cada una de las nubes que vemos, un episodio
diferente de nuestras vidas se proyecta, incluso desde la infancia, desde
nuestra maravillosa niñez.
Y así,
el manantial de la vida que emerge desde lo profundo de la tierra, forma las
sendas del río del tiempo y llega al grandioso océano del destino, uno muy
vasto, grandioso e infinito. Pero, no siempre es manso el arroyo que nos conduce,
en ciertos tramos de su milenario recorrido, se transforma en fúrico caudal de
aguas profundas y agitadas, que chocan contra férreas rocas, cual obstáculos que
pretenden detener su avance, y en estruendosa lucha, las aguas furiosas
triunfan y se abren paso a pesar de la dureza de los imponentes peñascos. Quien
navega esas aguas infernales, sabrá que es una lucha por la supervivencia:
triunfar o morir, vivir o sumergir, emerger o perecer. Es todo menos sencillo.
En
ciertas ocasiones, el caudal agitado halla al fin su calma para encontrarse con
un sereno lago, en el cual las aguas pacíficas invitan a soñar y a descansar y
a sentir la fresca brisa en el rostro; brisa que calma, brisa que reconforta. A
veces una tenue llovizna tibia cae como gotas que renuevan, como gotas que
purifican, como gotas que alientan. Es el lago el momento en el tiempo en el
que somos felices, y el caudal agitado el momento en el tiempo en el que
sufrimos. El lago es la recompensa de la lucha; el caudal, la prueba que nos
vuelve fuertes, que forja nuestro carácter y que labra nuestra templanza.
Varios lagos navegaremos y varios caudales nos embestirán, todos necesarios
para un día al fin desembocar en el mar de la eternidad, océano del destino,
nuestro tramo final, nuestro último objetivo: el naufragio eterno.
Las
noches calmadas del arroyo o las noches estrelladas del lago son instantes
inmutables del tiempo que otorgan la paz suficiente para poder recargar la
fortaleza y enfrentar así a las tempestades y ciclones venideros. Las ventiscas
voraces, huracanes tempestuosos que gritan en la lejanía, como voces perdidas
que sufren y que buscan redención, son tragadas por el vórtice del indolente
huracán que destroza todo cuanto halla en su camino y perturba el alma del río
y perturba el alma del mar. Pero no todos saben que mientras más fuerte sopla
el huracán, más alto podemos volar.
A pesar
de que uno ha atravesado los más violentos caudales, las más cruentas
tempestades, las cuales dejan heridas, recuerdos, traumas y cicatrices, es
gracias a esos momentos que somos quienes somos. Somos resultado, más que de
nuestras sonrisas, de nuestras lágrimas, pues cada una de ellas nos ha forjado,
nos ha labrado, nos ha esculpido, y debemos estar agradecidos porque de cada
una de ellas hemos aprendido. No olvides que, el caudal furioso nos ha enseñado
a valorar y disfrutar con más intensidad los días placenteros en el lago.
Vivamos,
sonriamos, la vida es hermosa, es manantial de felicidad.
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