Por Boris Aguilar
Recorrí una noche tu cuerpo, tendido a mi merced. Sentí tu tersa piel desnuda que me embriagaba de placer, y mis sentidos ya no existían sino era para admirarte, para desearte, para enlazarse a tu ser; mujer hermosa, mujer divina. Mi cuerpo adormecido se había convertido en esclavo de tu deleite, y las horas eran tan solo segundos, y esos segundos, una eternidad. Mujer preciosa, mujer perfecta.
Se conectaron nuestras almas de
inmediato, mucho antes de quitarnos la ropa, incluso antes del primer “hola”,
sino en aquel instante en que mis ojos se fusionaron con tu mirada cautivadora,
aquella tarde que nunca olvidaré. No sé por qué nos conocimos, ni sé si pudo
durar más, pero en la brevedad de ese corto tiempo, logré sentir tus alas de
ángel, que me invitaron a volar contigo, hacia un páramo desconocido donde solo
necesitaba de ti. Pero en medio de ese recorrido, solté tus alas y caí, y me
perdí en un desierto desolado, solo, abandonado, desorientado, sin saber dónde
te hallabas, sin saber si te volvería a encontrar. A pesar de la distancia,
seguíamos conectados, tú allá, libre en las alturas; yo acá, esclavo de mis
males. Divagué por incontables horas imaginando que nos reencontrábamos,
alucinando, quizás por la insolación. Recordaba las veces que te tendías junto
a mí y me mirabas con ese rostro angelical, y me tentabas con ese cuerpo
endemoniado, motivo de mi perdición, y al mismo tiempo, razón de mi existencia.
Lo eras todo, lo fuiste todo, durante ese breve pedazo de existencia.
Quedé enceguecido por tanto
mirar el cielo, buscando tu silueta libre y vivaz. Y el resplandor del sol
abrasador me recordaba las noches de pasión en que también me enceguecía tu
brillo de fuego y me quemaba la piel tu cuerpo, dejando llagas ardientes que
todavía me duelen, que todavía me arden. Cada una de esas quemaduras, son recordatorios
de esos días de intensa conexión, que mi memoria podrá borrar, pero nunca mi
corazón. Un día fuimos incendio, ahora somos brasa que agoniza lentamente y que
se apaga tristemente para dejar polvo de ceniza.
Quizás nuestros días juntos se
hayan acabado, pero nuestros recuerdos perdurarán eternamente. Quizás ya no
pueda darte un beso, pero en mis sueños sigues siendo mía. Quizás ya no pueda
sentir tu cuerpo, pero no necesitamos estar cerca para que, de vez en cuando,
nuestras almas decidan encontrarse. Quizás ya no seamos lo que fuimos y nos
hayamos perdido, pero una parte de mí estará conectada a ti por siempre…
No voy a olvidarte jamás, ángel
divino.