Eran las cuatro de la mañana de un
domingo, la bocina del taxi suena y yo insisto en llevarla a su casa. Ella,
sonriendo, me dice que no hacía falta. Me hinco sobre una rodilla y, mientras
se sentaba al borde de la cama, le pongo los zapatos, unos muy bonitos color
vino de taco fino y punta delgada. Le subo el cierre del vestido por la
espalda, saco una chaqueta del armario, se la pongo y le subo el cierre. «Nunca
antes me habían vestido después de haberme quitarme la ropa», me dice
sonriendo. «Yo te traje aquí, yo te quité la ropa. Ahora yo te vestiré y yo te
llevaré a tu casa», le respondí. Me pongo el primer suéter que encuentro y le
extiendo mi mano para que se ponga de pie. Bajamos, le abro la puerta del taxi.
Antes de entrar, me mira, me sonríe y me da un beso.
En el trayecto, sentados en la parte de
atrás, ella va apoyada sobre mi hombro mientras enlaza sus brazos alrededor de
mi cintura. La abrazo con la mano izquierda. Nadie habla. El conductor del
radio taxi se pone puñados de coca a la boca de rato en rato. Las calles están
completamente vacías y la avenida todavía luce mojada tras la lluvia de noche
anterior. En cierta sección del trayecto aparecen un grupo de mujeres de la
alcaldía que barren un tramo de la avenida. Los semáforos parpadean, no funcionan
adecuadamente. «Joven, ¿les molesta si fumo un cigarrito?», pregunta el
conductor. Le digo que no nos molesta. Enciende su cigarro y pronto el humo
impregna el taxi a pesar de que tiene la ventana abierta hasta la mitad,
procurando mantener el cigarro fuera del vehículo. Algunos minutos después,
llegamos a su casa. «Quédate», me dice mirándome. «Quédate conmigo», repite una
vez más. «No quiero que te vayas». Le pregunto al conductor la tarifa, saco la
billetera, elijo un billete y se lo entrego. Abro la puerta y salgo. Ella
recorre para luego permitirme ayudarla a bajar. «Buen día», se despide el
conductor. Le contesto del mismo modo y se va.
Entre una cantidad de cosas busca las
llaves en su cartera. Suenan, pero no las halla. Pasan algunos segundos, las
toma y abre la puerta. Jamás había entrado a su casa pese a que ya estábamos
saliendo un mes. Dentro, veo un pasillo largo que atraviesa un jardín muy bien
cuidado con un árbol de limón en el medio. «No hagas ruido», me dice mientras
hace una seña con su dedo índice. Imagino que su padre encenderá la luz en
cualquier segundo y comienzo a pensar en la disculpa que le daré por estar
dejando a su hija a las 4 de la mañana. Sin embargo, no usamos la puerta de
enfrente y me jala de la mano hacia la puerta trasera de la cocina. Antes de
entrar, se quita los tacos y, descalza, abre sutilmente la puerta. Vuelve a
hacerme la misma seña con el dedo índice y me dirige hacia las escaleras de
madera que hacen cierto rechinido. No sé si esos rechinidos suenan más fuerte
que los latidos de mi corazón, pero de puntillas, me dejo guiar. Llegamos a la
puerta de su habitación. Toma la perilla y la gira con una lentitud
desesperante. Finalmente entramos, cierra la puerta, le pone el seguro y
comenzamos a reírnos procurando ocultar el sonido de nuestras carcajadas. Se
quita mi chaqueta, su vestido, sus tacos, y se pone otra ropa más cómoda. Me
lanza un par de prendas y me dice «póntelas». Y eso mismo es lo que hago.
Destapa la cama, se mete, hace una mueca con la boca por el frío de las
sábanas. Hago la misma mueca y nos acurrucamos. «Creo que estoy comenzando a
enamorarme», susurra, me besa y me abraza enroscada mientras poco a poco la
cama se calienta. Le beso la frente y pronto ambos caemos dormidos.
A la mañana siguiente, siento una puerta
abrirse, voces, y movimiento. Me pongo nervioso y mi reacción instantánea es
ponerme de pie. Antes de que lo haga, ella me dice «tranquilo, espérame aquí.
No te muevas». Paralizado, veo cómo se pone unas pantuflas y sale de la habitación.
Escucho que hablan, no entiendo qué dicen. Esos minutos parecen horas y estoy
demasiado nervioso como para pensar en un plan de escape. Estoy metido debajo
del cubrecama rogando que ninguno de sus padres entre. Al cabo de una
eternidad, la puerta se abre y el corazón se me congela y el aire deja de
ingresar a mis pulmones. «Traes una cara de espanto», me dice riendo y me da un
beso. Antes de que pronuncie una sílaba de la cantidad infinita de sílabas que
estaba a punto de decirle preguntándole muchas cosas, ella se adelanta y me
dice «se irán de viaje, ya los recogió un taxi hace un minuto», mientras sonríe
y disfruta mi expresión tétrica de terror mezclado con desconcierto. «¿Hablas
en serio?», le pregunto murmurando en voz cuidadosamente baja. Vuelve a reírse.
«Qué sí, tonto. Ya se fueron», y se vuelve a meter a la cama. Pasaríamos todo
ese domingo juntos. Me iría el lunes en la mañana temprano antes de que llegara
una familiar, quien la acompañaría durante esa semana.
En aquel entonces ella cumpliría 22 años. Ahora, muchos años después, es una mujer casada y vive en Europa. Es todo lo que sé.
------------------------------------
Boris Aguilar Bustamante
04/01/2018