jueves, 4 de enero de 2018

REMINISCENCIA

Eran las cuatro de la mañana de un domingo, la bocina del taxi suena y yo insisto en llevarla a su casa. Ella, sonriendo, me dice que no hacía falta. Me hinco sobre una rodilla y, mientras se sentaba al borde de la cama, le pongo los zapatos, unos muy bonitos color vino de taco fino y punta delgada. Le subo el cierre del vestido por la espalda, saco una chaqueta del armario, se la pongo y le subo el cierre. «Nunca antes me habían vestido después de haberme quitarme la ropa», me dice sonriendo. «Yo te traje aquí, yo te quité la ropa. Ahora yo te vestiré y yo te llevaré a tu casa», le respondí. Me pongo el primer suéter que encuentro y le extiendo mi mano para que se ponga de pie. Bajamos, le abro la puerta del taxi. Antes de entrar, me mira, me sonríe y me da un beso.

En el trayecto, sentados en la parte de atrás, ella va apoyada sobre mi hombro mientras enlaza sus brazos alrededor de mi cintura. La abrazo con la mano izquierda. Nadie habla. El conductor del radio taxi se pone puñados de coca a la boca de rato en rato. Las calles están completamente vacías y la avenida todavía luce mojada tras la lluvia de noche anterior. En cierta sección del trayecto aparecen un grupo de mujeres de la alcaldía que barren un tramo de la avenida. Los semáforos parpadean, no funcionan adecuadamente. «Joven, ¿les molesta si fumo un cigarrito?», pregunta el conductor. Le digo que no nos molesta. Enciende su cigarro y pronto el humo impregna el taxi a pesar de que tiene la ventana abierta hasta la mitad, procurando mantener el cigarro fuera del vehículo. Algunos minutos después, llegamos a su casa. «Quédate», me dice mirándome. «Quédate conmigo», repite una vez más. «No quiero que te vayas». Le pregunto al conductor la tarifa, saco la billetera, elijo un billete y se lo entrego. Abro la puerta y salgo. Ella recorre para luego permitirme ayudarla a bajar. «Buen día», se despide el conductor. Le contesto del mismo modo y se va.

Entre una cantidad de cosas busca las llaves en su cartera. Suenan, pero no las halla. Pasan algunos segundos, las toma y abre la puerta. Jamás había entrado a su casa pese a que ya estábamos saliendo un mes. Dentro, veo un pasillo largo que atraviesa un jardín muy bien cuidado con un árbol de limón en el medio. «No hagas ruido», me dice mientras hace una seña con su dedo índice. Imagino que su padre encenderá la luz en cualquier segundo y comienzo a pensar en la disculpa que le daré por estar dejando a su hija a las 4 de la mañana. Sin embargo, no usamos la puerta de enfrente y me jala de la mano hacia la puerta trasera de la cocina. Antes de entrar, se quita los tacos y, descalza, abre sutilmente la puerta. Vuelve a hacerme la misma seña con el dedo índice y me dirige hacia las escaleras de madera que hacen cierto rechinido. No sé si esos rechinidos suenan más fuerte que los latidos de mi corazón, pero de puntillas, me dejo guiar. Llegamos a la puerta de su habitación. Toma la perilla y la gira con una lentitud desesperante. Finalmente entramos, cierra la puerta, le pone el seguro y comenzamos a reírnos procurando ocultar el sonido de nuestras carcajadas. Se quita mi chaqueta, su vestido, sus tacos, y se pone otra ropa más cómoda. Me lanza un par de prendas y me dice «póntelas». Y eso mismo es lo que hago. Destapa la cama, se mete, hace una mueca con la boca por el frío de las sábanas. Hago la misma mueca y nos acurrucamos. «Creo que estoy comenzando a enamorarme», susurra, me besa y me abraza enroscada mientras poco a poco la cama se calienta. Le beso la frente y pronto ambos caemos dormidos.

A la mañana siguiente, siento una puerta abrirse, voces, y movimiento. Me pongo nervioso y mi reacción instantánea es ponerme de pie. Antes de que lo haga, ella me dice «tranquilo, espérame aquí. No te muevas». Paralizado, veo cómo se pone unas pantuflas y sale de la habitación. Escucho que hablan, no entiendo qué dicen. Esos minutos parecen horas y estoy demasiado nervioso como para pensar en un plan de escape. Estoy metido debajo del cubrecama rogando que ninguno de sus padres entre. Al cabo de una eternidad, la puerta se abre y el corazón se me congela y el aire deja de ingresar a mis pulmones. «Traes una cara de espanto», me dice riendo y me da un beso. Antes de que pronuncie una sílaba de la cantidad infinita de sílabas que estaba a punto de decirle preguntándole muchas cosas, ella se adelanta y me dice «se irán de viaje, ya los recogió un taxi hace un minuto», mientras sonríe y disfruta mi expresión tétrica de terror mezclado con desconcierto. «¿Hablas en serio?», le pregunto murmurando en voz cuidadosamente baja. Vuelve a reírse. «Qué sí, tonto. Ya se fueron», y se vuelve a meter a la cama. Pasaríamos todo ese domingo juntos. Me iría el lunes en la mañana temprano antes de que llegara una familiar, quien la acompañaría durante esa semana.

En aquel entonces ella cumpliría 22 años. Ahora, muchos años después, es una mujer casada y vive en Europa. Es todo lo que sé.

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Boris Aguilar Bustamante

04/01/2018


ARENAS MOVEDIZAS

No habría imaginado, años atrás, cuando nos conocimos en aquel último año de la universidad que terminaríamos donde hoy nos encontramos. Recuerdo que en aquel tiempo no tenía un solo centavo. Tenía muchas deudas y apenas lograba que el dinero me alcanzara. Recuerdo a los novios de tus amigas quienes iban a recogerlas en sus autos del año y yo ni siquiera podía llevarte al cine. Me sentía muy frustrado. Todo lo que en aquel entonces podía darte eran papeles con mis escritos hechos a puño y letra. A pesar de eso, estuviste junto a mí.

Pronto me deshice de la frustración y comencé a ordenar mis ideas. Comencé a labrar mi porvenir con mucho esfuerzo, y en aquellos momentos malos, no te fuiste, te quedaste. Nuestros compañeros ya estaban casándose, mudándose juntos, comprando sus casas, sus autos, formando sus familias, pero a pesar de que incluso yo pensaba que te perjudicaba al dilatar esa parte de tu vida al privarte de una casa y un hogar estando yo quebrado, te quedaste, junto a mí, alentándome.

Recuerdo que conseguiste una entrevista de trabajo en una gran corporación y fuiste pronto contratada. Me sentía tan orgulloso al ver que de entre cientos de aspirantes, hayas sido tú la elegida, porque siempre has sido brillante y muy profesional. Recuerdo sentirme muy mal los meses posteriores porque comenzaste a ganar dinero y yo seguía remando entre arenas movedizas aún sin despegar, sin poder darte lo que quería. Ahora eras tú quien pagaba el cine, me compraba lo que necesitaba, y siempre se preocupaba de que nada me faltara. Y yo, remando y remando entre arenas movedizas.

Al cabo de algún tiempo, te habían promovido. Tu salario se disparó. Comenzaste a conocer gente importante y a asistir a banquetes y presentaciones prestigiosas. Yo sentía que seguía en el mismo lugar, remando y remando entre arenas movedizas, y a diferencia tuya, yo no estaba ganando más dinero, al contrario, lo estaba perdiendo. Pero me alentabas a seguir, ayudándome a buscar la paz que necesitaba para poder resolver el laberinto. Y a pesar de que tenías cada vez más éxito, no te fuiste, te quedaste, alentándome.

Al cabo de algunos años, tras tanto tiempo dedicándole mi vida entera a mi sueño, finalmente lo había conseguido. Fracasé muchas veces antes de lograrlo, pero cuando al fin lo logré, el éxito fue exuberante. Raudales de dinero comenzaron a llegar y pronto sería uno de los hombres de mayor ingreso del país. Ahora, tras haber superado la miseria, te pregunté por qué te quedaste todo este tiempo, y me diste la respuesta más simple de todas: "porque te amaba y amo aún". Hoy pude al fin entender que junto a ti, aun siendo pobre, fui rico todo el tiempo.

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Boris Aguilar Bustamante
27/12/2017