Por Boris Aguilar Bustamante
Sobre las
tejas de un raído techo, se posaba cada mañana un hermoso ruiseñor que cantaba
día a día la misma tonada dulce una y otra vez. Cada mañana, sin falta alguna,
en el mismo tejado, una y otra vez. En el jardín de aquella vieja casa, bajo un
viejo cobertizo, una mecedora que distraía a una anciana con su vaivén
interminable. Todas las mañanas, mientras el ruiseñor cantaba, la ancianita
escuchaba. El espectáculo duraba algunos minutos para que luego el ave alzara
vuelo y no volviese sino hasta la mañana siguiente para cantarle de nuevo. Los
días se ponían fríos, y las noches eran más largas: el invierno se acercaba. La
solitaria anciana había enfermado, y fue llevada al hospital ante la
insistencia de la menor de sus cinco hijas, quien era la única que por su
frágil madre se preocupaba.
Postrada en
el hospital, creía escuchar el canto del ave, pero pensaba que solo lo
escuchaba en su mente. Recordaba con anhelo esos días de primavera en que podía
salir a su jardín y escuchar al ave cantar. La temporada más gélida comenzó y
junto a los copos de nieve que caían, así también copo a copo se le acababa la
vida. Pronto los médicos entendieron que era cuestión de tiempo y que la
familia debía realizar los arreglos para preparar la despedida de su madre.
Así, un día, murió.
Semanas
después, la hija mayor de la difunta anciana, acudió muy temprano a la vieja
casa donde había pasado su infancia, junto a un grupo de arquitectos para
realizar mediciones y observar el terreno. Las hijas mayores habían decidido
derrumbar aquella vieja casona y construir en su lugar un condominio comercial
que rápidamente justificaría el valor de esa herencia. Mientras los
profesionales realizaban su trabajo, la hija vio la vieja mecedora de su madre
y decidió sentarse en ella, al hacerlo pudo ver de frente el viejo tejado sobre
el cual se encontraba un ruiseñor que la observaba, no cantaba, solo la
observaba. Intrigada y absorbida por su mirada, la mujer no podía dejar de
sentir un profundo dolor inexplicable al ver a esa inmutada ave. Pronto el ave
cantó una tonada que penetró en lo más profundo del alma de la mujer y no pudo
evitar ponerse a llorar. Era el canto que su padre le cantaba cuando ella era
una niña. Se puso de pie y salió de la propiedad sin poder contener el llanto.
Se decidió
que la vieja casa sería refaccionada, mas no demolida, y conservaron el vergel
y el tejado, al que acudían dos hermosos ruiseñores a cantarle a la última nieta
de la familia quien se sentaba en la misma mecedora donde un día lo hacía su
abuela cuando tenía forma de mujer anciana, antes de que la muerte se llevara
su cuerpo, pero la nueva vida le regalara alas, tal y como había sucedido años
atrás, con su difunto esposo a quien amó toda la vida, tanto en la antigua como
en la renacida.
Una nota
escrita con puño y letra en el cajón del velador de la anciana fue hallada y
decía:
Ruiseñor, no
te vayas, cántame una vez más, que a mi alma adolorida tu cantar podrá sanar.
Ruiseñor de bellas alas, vuela al fin hacia la mar, pero no me dejes sin tu canto, vuelve pronto, vuelve ya.
Ruiseñor de bellas alas, vuela al fin hacia la mar, pero no me dejes sin tu canto, vuelve pronto, vuelve ya.
Ruiseñor de
la mañana, ruiseñor con tu cantar, ven a mí a mi morada y dame vida un día más.
Ruiseñor de bellas alas, vuela al fin hacia la mar,
pero no me dejes sin tu canto, que la muerte ya vendrá.