Por Boris Aguilar B.
Con un habano en una mano y una copa de whisky en la otra, en el rincón umbrío de aquel viejo bar, de esos bares de antaño que el hijo heredó del padre y el padre del abuelo. Fragancia a madera raída, con pisos que rechinan al pasar. Viejos cuadros de artistas olvidados colgando en las paredes descoloridas y un viejo candelabro con terminaciones de gotas de cristal que cuelga del techo y que oscila de vez en cuando al vibrar la vieja estructura cuando pasa algún camión por la calle todavía empedrada.
Una bocanada a mi puro seguido de un trago de mi copa, de esos que raspan y arden en la garganta, abriéndose paso por las entrañas quemadas que han sido curtidas durante muchos años. Así, bocanada a bocanada, el habano se va consumiendo, y con el humo que va emanando, figuras de siluetas femeninas se van formando, quizás sean todas las mujeres que alguna vez han formado parte de mi vida. Danzando ondulantes pareciera que me seducen invitándome a bailar con ellas. Recuerdo a una en particular, una que bailaba para mí mientras tomaba una copa de vino en el cuarto de hotel donde solíamos fugarnos para olvidarnos de todo y de todos, como un refugio de la realidad, como una cámara de olvido. Bailaba como musa de epopeya secular seduciéndome con sus movimientos, atrapándome con su mirada, atando mi alma a la suya por el resto de nuestras vidas. Nuestros cuerpos se fusionaban cuando se buscaban, pero eventualmente se olvidaron. La perdí, nos perdimos, el tiempo distanció nuestras vidas, pero mi alma a la suya atada siempre estará.