Por Boris Aguilar Bustamante
Por cosas de la vida, de esas que no sabemos explicar, me vi un día en una especie de cápsula del tiempo que se remonta a un pasado: sin televisión, sin cable, sin computadora y en completa soledad; bueno, no tanto, al menos me acompañaban siempre fieles, Lulú y Moshi, poodle la primera y una especie de pastor la segunda. Ambas muy hermosas.
Una casa inmensa y silenciosa con esos tres únicos habitantes no es de lo más emocionante que se diga, y aunque muchos quisieran estar en mi lugar, es a ratos desesperante. La soledad es implacable con uno, más aún cuando tu mayor temor es estar solo. Le he temido a la soledad por muchos años y siempre hallaba la manera de no estar solo, ya sea porque vivía con mis hermanos o papá, o ya sea porque me refugiaba en alguna novia. Lo sé, estuvo mal. Al fin la soledad me alcanzó y me envolvió en un abrazo casi funesto que me dejó sin aire, aire que todavía me cuesta inhalar.
Entonces, en mi cápsula del tiempo, viví y vivo aún, solo provisto de dos cosas que pueden distraer mi mente: una vieja radio de mamá y mis libros. Así que moví algunos sillones, instalé una lámpara que le pertenecía a mi hermano, preparé café, encendí la radio, busqué mis viejos discos de sinfonía clásica y comencé a leer. Cuando dejaba de leer, recordaba lo solo que estaba, extrañaba a mamá y a mis hermanos, así como a ese amor fallido que incluso osa en aparecer entre líneas de mis libros y a quien todavía quiero.
A veces me quedaba dormido y la radio ya no sonaba. Despertaba y me iba a mi habitación victorioso por haber superado un día más. Lulú, mi eterna compañera se quedaba siempre conmigo, incluso desde aquellos tiempos en que iba a pasar clases a la universidad y me tocaba estudiar hasta tarde; siempre fiel acurrucada a mis pies. Moshi, que es todavía niña, tiene otras ocupaciones, como echarse atenta y paciente en cierta parte del patio desde donde espera a un gato negro que osa posarse en el pretil de la pared. Cuando llega, Moshi sale disparada como cohete a su encuentro con ladridos de furia que estoy seguro son insultos caninos en el idioma de perro.
Sentado en el sillón, al leer a los grandes autores, logro al fin trasladarme a otras realidades olvidándome de la mía. A esos parajes donde existe más vida que en esta vida. Hacia aquellas fantasías donde conceptos como equidad, justicia y amor sí existen y no son utopías. Y a pesar de lo hermoso de los relatos, la realidad de quienes escriben, no es tan distinta de la mía. Hemingway, por ejemplo, Nobel de Literatura, hombre aventurero, que a pesar del éxito que le rodeaba, murió sintiéndose solo, refugiado en el alcohol y terminó sus días colocándose una bala en el cráneo, tal y como lo había hecho su padre treinta y tres años antes. Era 1961. Triste, sin duda.
Virginia Woolf, escritora inglesa, salió una tarde de 1941 con un abrigo cargado de piedras y tomó la trágica decisión de lanzarse al río Ouse, en Inglaterra. Su cuerpo fue hallado 21 días después.
Además de Hemingway, otros como Charles Bukowski y Edgar Allan Poe eran alcohólicos y se cree que este último, quien fue encontrado delirando en una calle de Baltimore antes de fallecer, había muerto por abuso de alcohol, aunque la causa real es hasta hoy un misterio. Pero de alguna manera, estos y otros grandes, no solo escritores, sino artistas, murieron presas de sus propios infiernos rodeados de narcóticos y alcohol, pero sobre todo, mucha, pero mucha soledad.
Largos son los días y más largas son las noches en la cápsula del tiempo. No olvidaré jamás este periodo porque sé que es la antesala hacia días mejores. Es la etapa de la vida, que a todos nos llega, en que con dureza nos prepara para el porvenir. Es la fase donde tenemos que aprender lo que es el dolor para aprender a sentir felicidad; porque no hay forma de valorar la paz sin haber vivido la guerra; no hay forma de valorar el amor, sin haber sentido la indiferencia; no hay forma de valorar la luz, sin haber vivido en tinieblas.
Mejores días llegarán y para cuando lleguen, habré estado listo, si acaso la muerte no me alcanza primero, como ya antes la soledad hizo.