Por Boris Aguilar
De niños somos soñadores,
imaginamos mundos de colores e inventamos heroicas historias. Estamos
hambrientos de aventuras que se desarrollan a lo largo del día en el amplio
jardín y discutimos con mamá cuando nos obliga a ir a la cama cuando se asoma
la luna junto al canto de los grillos. Le faltan horas al día para realizar
tantas proezas, y aun dormidos, seguimos imaginando, seguimos soñando.
Quizás porque cuando somos niños
todavía no hemos visto la devastación del mundo y la corrupción del ser humano.
En toda nuestra inocencia no tenemos ni la más remota idea de que existe dolor
y desolación en el mundo exterior. Cuando somos niños no tenemos demasiadas
preocupaciones, quizás por eso es que tenemos más tiempo para soñar. Nuestras
preocupaciones a temprana edad pasan por decidir qué juguetes usar o qué
programa de dibujos animados ver; nos preguntamos si mamá se dará cuenta si
acaso osamos en usar sus ollas de cocina a modo de batería improvisada o si se
molestará al ver que decidimos pintarrajear las paredes, en un intento de
representar las maravillosas historias que abundan en nuestras inocentes mentes
soñadoras.
A veces nos metemos en problemas
cuando el alcance de nuestras travesuras supera los límites de la paciencia de
los adultos, y terminamos recibiendo una reprimenda que a veces nos arranca
algunas lágrimas, que pronto son olvidadas cuando vuelven a nuestras mentes las
siguientes hazañas que estamos dispuestos a cometer. Mamá, no se las espera y
es por eso que siempre termina sorprendiéndose ante cada ocurrencia infantil
que atenta contra las paredes, los documentos importantes de papá, los cosméticos
de mamá o las estampillas de colección del abuelo.
Nunca se es más soñador que
cuando somos niños, es durante la niñez que desarrollamos esa capacidad innata
del ser humano de imaginarnos a nosotros mismo en otras dimensiones del espacio
y del tiempo. No existen límites de la imaginación humana, mucho menos de la imaginación
de un niño. Pero, es triste saber que en la medida en que crecemos, poco a
poco, nos olvidamos de soñar y nos convertimos en presas cautivas de una
sociedad que obliga a tener los pies en el suelo. Las obligaciones del colegio
reemplazan a las tardes de historietas y lápices de colores. Los exámenes
finales reemplazan a las tardes de tierra y coches de juguete. Las pruebas para
entrar a la universidad reemplazan a las mañanas de plastilina; y pronto, las
deudas y la hipoteca reemplazan a los juegos de mesa con fichas de colores y
dinero ficticio. Crecemos y dejamos de soñar.
Pronto la vida parece que se nos
acaba, que el tic tac del reloj ahora corre en sentido contrario, pues la
cuenta regresiva ha comenzado a partir del momento en que tomamos noción real
de la muerte. Entonces, deseamos vivir apresurados. Buscamos un título
universitario para luego buscar un empleo de 12 horas diarias y así ganar todo
el dinero posible para comprar una casa y un auto. Buscamos un esposo o esposa
con quien procrear para pronto enseñarles a nuestros hijos a vivir
apresuradamente, así como a nosotros se nos ha enseñado a vivir. Nos olvidamos
de nuestros sueños, porque muchas veces no son pragmáticos y resultan una
pérdida de tiempo, o simplemente, no son rentables para mantener el estilo de
vida codicioso que deseamos.
Pero, no todos renuncian a su
niñez, algunos, unos cuantos, deciden nunca dejar de ser niños y así nunca
dejar de soñar. Las aventuras ahora no son con dragones, ahora son con
proyectos y objetivos. Dejamos de imaginarnos en la luna para pasar a
imaginarnos en otro confín del planeta, viajando, conociendo personas y
lugares. Quizás las ilusiones ya no sean las de un niño inocente, sino las de
un niño adulto que no se ha olvidado de soñar pero que ha aprendido las duras
lecciones de la vida de tal manera que esos sueños sean alcanzables, y sin
importar cuánto cueste, cuánto tome y hasta cuánto duela, haremos todo por
alcanzarlos, absolutamente todo.
Quienes se han olvidado de ser
niños, se han olvidado de vivir y han aprendido a subsistir en medio del caos
llamado sociedad. Quienes se han olvidado de ser niños, se han vuelto amargados
y han desarrollado frenéticas compulsiones para lidiar con las presiones del
trabajo. Quienes se han olvidado de ser niños, han corrompido sus corazones y
han desarrollado hábitos mundanos que promueven el odio y la explotación.
Quienes se han olvidado de ser niños, se han olvidado que aun con las cosas más
sencillas se puede ser feliz, porque ni todo el ostento del mundo es suficiente
cuando aprendemos a codiciar más y más, mirando etiquetas de precio pero no
momentos de verdadero valor. Una charla, una risa, un café, la compañía de un
amigo, o un simple “te quiero” escrito en una servilleta pueden ser más valiosos
que cualquier objeto material comprado con horas perdidas de nuestra vida y
juventud usadas para ganar el dinero que compran tales objetos vacíos y sin
significado.
Seamos niños jugando a ser adultos.
Seamos niños una vez más y aprendamos a perdonar. Seamos niños una vez más y
aprendamos a no herir. Seamos niños una vez más y aprendamos a sonreír. Seamos
niños una vez más y volvamos a soñar, volvamos a vivir.
Dedicado a Ángela Ramos