Un padre de
familia que era músico se ganaba la vida tocando el piano junto a su amigo de
la infancia que tocaba el violín. Ambos tocaban en un restaurante local durante
las noches, entreteniendo con sus bellas melodías a los comensales. Los
aplausos que recibían eran una forma de gratitud incomparable que a veces se
traducían en buenas propinas y otras simplemente en efusivos apretones de mano
al finalizar la función.
Para más de uno
el deleite de aquel lugar no era la comida, ni la atención, sino era el
espectáculo que aquel par de buenos amigos propiciaba, haciendo de la velada,
una muy reconfortante. Ciertas noches, generalmente entre semana, el repertorio
incluía una mezcla de ritmos a distintos tempos que a todos deleitaba: desde adagio,
andante y moderato; hasta allegretto y presto. Los fines de semana incluían
toda clase de música alegre, no sólo clásica, sino también contemporánea y de
diversas regiones del mundo. Eran ambos tan cultivados que podían tocar por
horas y horas sin repetir una sola canción.
Fueron muchos años
que tocaron uno con el otro, desde que juntos estudiaron en el conservatorio, y
aunque quizá tuvieron oportunidad de tocar en una filarmónica seria, a ellos
les gustaba más la idea de tocar para familias de su comunidad en aquel pintoresco
y acogedor restaurante.
Una noche de
octubre, el pianista no había asistido, dejando a su compañero ante una
audiencia ansiosa de escucharles tocar. Sin explicación alguna, el violín tuvo
que tocar solitario aquella noche pues la función debía continuar. Al culminar
la jornada, el dueño del restaurante le dijo al violinista que a partir del día
siguiente tocaría con un nuevo pianista, ya que jamás toleraría la falta de
responsabilidad de ninguno de sus empleados. Totalmente conturbado, el
violinista fue a casa de su mejor amigo para saber lo que había pasado, pues
era muy extraño para él aquella inusual falta.
Ya en casa de su
amigo, su esposa le recibe con lágrimas en los ojos. El pianista había sufrido
un infarto y fue hallado muerto junto a su piano en frente de la chimenea. El
médico había confirmado la falla de su corazón y ya nada se podía hacer.
Conmovido como nunca en la vida, el violinista había jurado que la última
canción que tocaría sería en el funeral de su compañero y era una que juntos
tocaban solo en ocasiones especiales.
El día del funeral,
ante una inmensa cantidad de asistentes, yacían el féretro, un piano y el violinista
de pie. Todos creían que el piano ahí puesto representaba simbólicamente al
difunto músico, pero tras las palabras finales del sacerdote, y tras que todos
se pusieran de pie para presenciar el entierro, algo impensado sucedió. El hijo
mayor del pianista, de tan solo 14 años de edad se abrió campo entre la
multitud y se situó en el piano de su padre muerto y comenzó a tocar junto al
violinista “Nocturne 20” de Frédéric Chopin, la canción favorita del amado
padre y amigo. Pronto todos, absolutamente conmovidos comenzaron a llorar al
oír la melodía mientras el féretro descendía hacia su sepulcro final.
La vida, como la
muerte, es una canción. Puede representar alegría y dolor al mismo tiempo, inicio
y final, luz y oscuridad, pero en el fondo sigue siendo la misma melodía.
Tócala, siéntela y disfrútala hoy porque un día la canción de la vida será
tocada por última vez.